Cada vez me convenzo más que el gran problema que enfrentan las ciudades contemporáneas no es tanto el crecimiento desorbitado en expansión, sino que este crecimiento va acompañado de una segregación brutal que hace que la ciudad sea aún más grande e inhóspita para millones de personas. Valga un párrafo muy lúcido deFrancisco Sabatini, Gonzalo Cáceres y Jorge Cerda citado en el no menos lúcido Las Reglas del Desorden, de Emilio Duhau y Ángela Giglia:
“Cuanto mayor es el tamaño de las áreas homogéneas en pobreza, los problemas urbanos y sociales para sus residentes se agravan. Nuestros resultados de investigación avalan esta conclusión. Los tiempos de viaje crecen, ya que esas personas deben recorrer largas distancias para encontrar algo distinto que viviendas pobres, como sus lugares de trabajo, incluidas las viviendas de otros grupos sociales, y servicios y equipamientos de cierta categoría. En lo social, esta segregación de gran escala estimula sentimientos de exclusión y de desarraigo territorial que agudizan los problemas de desintegración social.”
Recuerdo este párrafo después de ver una serie de megaproyectos habitacionales construidos o por construir en diversas ciudades de México, proyectos de veinte, veinticinco y hasta treinta mil viviendas situados en los extramuros urbanos y que prometen una calidad de vida que la ciudad al parecer no puede dar a los sectores de ingreso bajo y medio. Son desarrollos que fueron proyectados de acuerdo a la normativa vigente, que no violan ni una ley que al menos yo conozca, que cuentan con todos los sellos municipales y certificados de factibilidad habidos y por haber, que a veces incluso ofrecen más (no mucho) de lo que la norma les pide, y que sin embargo un mínimo de sensatez jamás hubiera aconsejado su aprobación. Y es que se trata de proyectos que tienen tamaño de ciudad, población de ciudad, necesidades de ciudad, pero que son tratados igual que un fraccionamiento un poco más grande que lo habitual, como si el cambio de escala fuera el mismo que aplica un cocinero a los ingredientes cuando debe preparar comida para un batallón.
El problema es que la ciudad no puede construirse en base a una receta que especifica “x” cantidad de metros cuadrados de áreas verdes por hectárea o “y” número de escuelas, canchas deportivas y comercio por cada mil habitantes a las cuales se debe acceder por una calle de ancho “z” dotada con la arborización y mobiliario urbano especificados en la norma correspondiente. La estrategia de seguir al pie de la letra un listado de requerimientos que se suman a la medida que un proyecto crece parece ser la respuesta que muchos de los involucrados en la agenda urbana dan para alcanzar ciudades de calidad, olvidando que el listado es un medio pero no un fin, y que una instancia tan compleja como la ciudad implica muchísimo más cosas que la adición ordenada de un conjunto de partes que quizás pueden garantizar estándares mínimos de confort o funcionalidad, pero que difícilmente podrán desarrollar un sentido completo de lo urbano, entendido esto último como la interacción articulada de una serie de elementos espaciales, económicos, culturales y sociales.
Son sólo 120 mil
Un desarrollador me muestra un conjunto planificado para dar cabida a más de 120 mil habitantes en las afueras de una ciudad del norte del país, me cuenta los altos estándares de calidad del equipamiento considerado, se solaza enseñando la creación de circuitos internos de transporte público y ciclopistas, y aprovecha de darme una pequeña clase maestra sobre cómo el enfoque sustentable integral se ve plasmado en cada centímetro cuadrado del proyecto que trae bajo el brazo. El silencio llega cuando le pregunto dónde va a trabajar la gente que vivirá en su conjunto de ensueños, que la respuesta la sigue dando la vieja ciudad despreciada por este nuevo suburbio, vieja ciudad a la cual se seguirá llegando por la misma vieja carretera que ahora contará con la generosa presencia de treinta mil nuevos automóviles en su pavimento (el olimpismo con que los desarrolladores de estos conjuntos se desentienden de los efectos colaterales de sus productos siempre me ha llamado poderosamente la atención). Mi inquietud aumenta cuando me cuentan que el precio de las nuevas viviendas con toda seguridad no pasará de los 350 mil pesos. En otras palabras, el habitante más pudiente de los 120 mil de la nueva ciudad satélite ganará algo así como 10 mil pesos al mes. ¿Qué se puede esperar de algo así? ¿Alguien puede sinceramente esperar un incremento en la calidad de vida de las familias que allí van a residir sabiendo que es muy probable que el proyectado comercio nunca llegue o que las fuentes de trabajo estarán a dos horas de distancia? ¿Acaso no hay suficientes ejemplos en la periferia de nuestras ciudades para demostrar que este camino no nos lleva a ninguna parte?
En todo este drama urbano no me gustaría cargarles tanto la mano a los desarrolladores privados, que ellos mal que mal sólo se mueven dentro de los débiles márgenes que las autoridades les han definido. El haberse restado a las inherentes labores de planificación está teniendo un costo que ya está siendo muy difícil de pagar, pero que afortunadamente tiene remedio. Soy un convencido que aprovechando las fortalezas del sector privado (que las tiene) se pueden lograr ciudades de gran calidad, amables, sustentables e integradas socialmente, pero que para ello se necesita antes que nada un sector público fuerte y decidido, con objetivos claros y dotado de un gran respaldo técnico y sobre todo ciudadano. El día que eso llegue se acabarán los mega desarrollos que hoy día hacen nata en las periferias mexicanas, y se entenderá que la ciudad sustentable no tiene por qué ser un mal negocio ni un ámbito que segregue a los de menos recursos, sino todo lo contrario. La tarea no es fácil, nadie dijo que lo fuera, pero a estas alturas no queda otra opción que asumirla.
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