20150324

Tres veces más pavimento que áreas verdes



Imagen: Alejandro Cartagena, Suburbia Mexicana
Vamos con algunos datos y proyecciones:
Si tomamos en cuenta los créditos otorgados por Infonavit, peso pesado de la vivienda en México, el 60 por ciento de ellos son asignados a personas con ingresos inferiores a los 4 salarios mínimos mensuales (7,272 pesos, o si se quiere, alrededor de 560 dólares al mes). Una casa típica dirigida a este segmento cuesta alrededor de 250 mil pesos (poco menos de 20 mil dólares), tiene una superficie que en promedio alcanza los 39 metros cuadrados (hay grandes variaciones entre los distintos estados), y se implanta en un lote que en la mayor parte del país anda por los 90 metros cuadrados (6 x 15 metros generalmente). Si analizamos el típico conjunto donde se ubican estas casas, probablemente presentará una densidad de unas 60 viviendas por hectárea. Siguiendo con los promedios, y de acuerdo a datos obtenidos a partir del Registro Único de Vivienda, del total de la superficie de este fraccionamiento típico, un 54 por ciento se destinará a lotes habitacionales, un 31 por ciento a vialidad, un 10 por ciento a áreas verdes (en gran parte de los casos esto de verde no es más que un decir), y un 5 por ciento a equipamiento (canchas deportivas, escuelas, sedes comunitarias, etc.). Suponiendo que en promedio son cuatro las personas que viven en una vivienda, entonces en una hectárea tipo vivirán 240 personas. Así, y teniendo en cuenta las cifras indicadas en un comienzo, se puede señalar que, en una hectárea típica, a cada habitante le corresponden:
  • 9.75 metroscuadradosde vivienda
  • 12.92 metros cuadradosde vialidad (incluye aceras)
  • 4.17 metroscuadradosde áreas verdes (cuando son verdes)
  • 2.08 metroscuadradosde equipamiento
No hay que sacar conclusiones muy apresuradas, que no tiene mayor sentido comparar la hipotética área que cada habitante recibe de cada cosa; después de todo, si se duplica la densidad de este conjunto promedio –cosa nada descabellada-, la superficie de vivienda por persona se mantendrá inalterada, pero las áreas per cápita de vialidad, áreas verdes y equipamiento caerán a la mitad. En este caso, podremos decir que la estructura vial será más eficiente, pero que habrá una notoria carencia de áreas verdes y equipamiento por cada habitante. Como siempre, todo depende del cristal con que el asunto se mire.
Sin embargo, y a pesar de lo anteriormente dicho, es posible mejorar las superficies per cápita de vivienda, áreas verdes y equipamiento, que finalmente son las que inciden directamente en la calidad de vida de las personas. Tal como se señaló en el anterior artículo de este blog, destinar un tercio de la superficie urbana a vialidad es a todas luces una exageración (por no decir despilfarro), sobre todo si sabemos que un 25 por ciento basta y sobra en un conjunto residencial de baja densidad. La adopción de mayores densidades, tipologías con algún grado de verticalidad, y una racionalización de la distribución de los espacios puede llevar a viviendas, áreas verdes y equipamientos de mayor superficie. No es casualidad que en México las viviendas económicas de tamaño más generoso se den precisamente en conjuntos de densidades medias (entre 80 y 120 viviendas por hectárea), donde los costos de terreno y urbanización pueden prorratearse en un mayor número de unidades habitacionales, con lo cual se dispone de más recursos que pueden ser orientados a la mejora de las viviendas, el equipamiento o el espacio público. Lo mismo sucede con la adopción de tipologías con algún grado de verticalidad, que permiten destinar más espacio a áreas verdes y equipamiento (Le Corbusier ya planteaba este simple raciocinio en 1926, aunque a una escala tan grande que deshumanizaba el espacio público y el de residencia).
A la hora de construir ciudad no hay fórmulas mágicas ni estándares de validez universal. En la ciudad contemporánea estamos condenados a que las superficies destinadas a vialidad sean mayores que las de las áreas verdes, pero que una persona tenga a su disposición tres veces más metros cuadrados de pavimento que de parques y plazas nunca sonará muy bien. Es posible cambiar la tendencia, o al menos moderarla. El tomar conciencia del suelo urbano como un bien en extremo escaso que debe ser utilizado de una manera más eficiente es el primer paso para producir este cambio.
Palabras al cierre
Un buen indicador de calidad urbana: metros cuadrados de pavimento por habitante. Mientras menor, mejor (siempre y cuando el porcentaje de calles no pavimentadas sea igual a cero)

Aunque el gueto se vista de seda…

Cada vez me convenzo más que el gran problema que enfrentan las ciudades contemporáneas no es tanto el crecimiento desorbitado en expansión, sino que este crecimiento va acompañado de una segregación brutal que hace que la ciudad sea aún más grande e inhóspita para millones de personas. Valga un párrafo muy lúcido deFrancisco Sabatini, Gonzalo Cáceres y Jorge Cerda citado en el no menos lúcido Las Reglas del Desorden, de Emilio Duhau y Ángela Giglia:
“Cuanto mayor es el tamaño de las áreas homogéneas en pobreza, los problemas urbanos y sociales para sus residentes se agravan. Nuestros resultados de investigación avalan esta conclusión. Los tiempos de viaje crecen, ya que esas personas deben recorrer largas distancias para encontrar algo distinto que viviendas pobres, como sus lugares de trabajo, incluidas las viviendas de otros grupos sociales, y servicios y equipamientos de cierta categoría. En lo social, esta segregación de gran escala estimula sentimientos de exclusión y de desarraigo territorial que agudizan los problemas de desintegración social.”
Recuerdo este párrafo después de ver una serie de megaproyectos habitacionales construidos o por construir en diversas ciudades de México, proyectos de veinte, veinticinco y hasta treinta mil viviendas situados en los extramuros urbanos y que prometen una calidad de vida que la ciudad al parecer no puede dar a los sectores de ingreso bajo y medio. Son desarrollos que fueron proyectados de acuerdo a la normativa vigente, que no violan ni una ley que al menos yo conozca, que cuentan con todos los sellos municipales y certificados de factibilidad habidos y por haber, que a veces incluso ofrecen más (no mucho) de lo que la norma les pide, y que sin embargo un mínimo de sensatez jamás hubiera aconsejado su aprobación. Y es que se trata de proyectos que tienen tamaño de ciudad, población de ciudad, necesidades de ciudad, pero que son tratados igual que un fraccionamiento un poco más grande que lo habitual, como si el cambio de escala fuera el mismo que aplica un cocinero a los ingredientes cuando debe preparar comida para un batallón.
El problema es que la ciudad no puede construirse en base a una receta que especifica “x” cantidad de metros cuadrados de áreas verdes por hectárea o “y” número de escuelas, canchas deportivas y comercio por cada mil habitantes a las cuales se debe acceder por una calle de ancho “z” dotada con la arborización y mobiliario urbano especificados en la norma correspondiente. La estrategia de seguir al pie de la letra un listado de requerimientos que se suman a la medida que un proyecto crece parece ser la respuesta que muchos de los involucrados en la agenda urbana dan para alcanzar ciudades de calidad, olvidando que el listado es un medio pero no un fin, y que una instancia tan compleja como la ciudad implica muchísimo más cosas que la adición ordenada de un conjunto de partes que quizás pueden garantizar estándares mínimos de confort o funcionalidad, pero que difícilmente podrán desarrollar un sentido completo de lo urbano, entendido esto último como la interacción articulada de una serie de elementos espaciales, económicos, culturales y sociales.
Son sólo 120 mil
Un desarrollador me muestra un conjunto planificado para dar cabida a más de 120 mil habitantes en las afueras de una ciudad del norte del país, me cuenta los altos estándares de calidad del equipamiento considerado, se solaza enseñando la creación de circuitos internos de transporte público y ciclopistas, y aprovecha de darme una pequeña clase maestra sobre cómo el enfoque sustentable integral se ve plasmado en cada centímetro cuadrado del proyecto que trae bajo el brazo. El silencio llega cuando le pregunto dónde va a trabajar la gente que vivirá en su conjunto de ensueños, que la respuesta la sigue dando la vieja ciudad despreciada por este nuevo suburbio, vieja ciudad a la cual se seguirá llegando por la misma vieja carretera que ahora contará con la generosa presencia de treinta mil nuevos automóviles en su pavimento (el olimpismo con que los desarrolladores de estos conjuntos se desentienden de los efectos colaterales de sus productos siempre me ha llamado poderosamente la atención). Mi inquietud aumenta cuando me cuentan que el precio de las nuevas viviendas con toda seguridad no pasará de los 350 mil pesos. En otras palabras, el habitante más pudiente de los 120 mil de la nueva ciudad satélite ganará algo así como 10 mil pesos al mes. ¿Qué se puede esperar de algo así? ¿Alguien puede sinceramente esperar un incremento en la calidad de vida de las familias que allí van a residir sabiendo que es muy probable que el proyectado comercio nunca llegue o que las fuentes de trabajo estarán a dos horas de distancia? ¿Acaso no hay suficientes ejemplos en la periferia de nuestras ciudades para demostrar que este camino no nos lleva a ninguna parte?
En todo este drama urbano no me gustaría cargarles tanto la mano a los desarrolladores privados, que ellos mal que mal sólo se mueven dentro de los débiles márgenes que las autoridades les han definido. El haberse restado a las inherentes labores de planificación está teniendo un costo que ya está siendo muy difícil de pagar, pero que afortunadamente tiene remedio. Soy un convencido que aprovechando las fortalezas del sector privado (que las tiene) se pueden lograr ciudades de gran calidad, amables, sustentables e integradas socialmente, pero que para ello se necesita antes que nada un sector público fuerte y decidido, con objetivos claros y dotado de un gran respaldo técnico y sobre todo ciudadano. El día que eso llegue se acabarán los mega desarrollos que hoy día hacen nata en las periferias mexicanas, y se entenderá que la ciudad sustentable no tiene por qué ser un mal negocio ni un ámbito que segregue a los de menos recursos, sino todo lo contrario. La tarea no es fácil, nadie dijo que lo fuera, pero a estas alturas no queda otra opción que asumirla.

Cul-de-sac: el culo de la ciudad

La expresión francesa cul-de-sac significa literalmente “culo de bolsa”, o fondo de bolsa si queremos ser más refinados. Por esas cosas de la vida cayó en las aguas del urbanismo quizás para darle algo de cachet a lo que siempre fue conocido –al menos en nuestro idioma- como una simple calle sin salida. El recurso no es malo per se. De hecho, puede ser bastante bueno a la hora de crear lugares de relativa privacidad en los cuales el automóvil debe circular a bajísima velocidad para desplazarse en un espacio concebido para compartir con los peatones. Aquéllos que ven el tema de la seguridad como el gran inspirador de la forma urbana también se deleitan con su uso, ya que su forma permite la instalación de dispositivos como rejas, barreras o cámaras que permiten el fácil control de quien entra o sale de la privada. Ahora bien, su éxito en la ciudad depende básicamente de la existencia de una estructura mayor que conecte los distintos fragmentos (una retícula lo suficientemente densa como para dar cabida a espacios cerrados en su interior sin afectar la continuidad del tejido urbano), y la presencia de construcciones cuyas fachadas estén orientadas a las vías de acceso, única manera de mantenerlas atractivas, concurridas y seguras.
Un solo problema: el modelo de crecimiento suburbano usualmente no gusta de detenerse en tantas complicaciones. Aquellos lectores que cuenten con un buen sentido del humor se deleitarán al saber que el conjunto de la foto tiene el pomposo nombre de Mirador de las Culturas. Se encuentra en Aguascalientes, y al igual que muchos desarrollos inmobiliarios (la palabra barrio no está disponible) que pueblan nuestras periferias, desconfía de la presencia de estructuras que ordenen el territorio y den soporte a la existencia de los cul-de sac. De hecho, el cul-de sac se transforma en exclusiva estructura y soporte de un modo de expansión en que las partes nunca son conscientes del todo que están formando. Los problemas que esto genera no son pocos: los recorridos -monótonos, aburridos- se extienden innecesariamente, las calles de acceso carecen de actividad, los espacios exteriores, sin la vigilancia pasiva que proveen las fachadas, se vuelven tremendamente inseguros, y la falta de conectividad hace que grandes zonas sean poco atractivas para el comercio. Si al menos hubiera un buen diseño al interior de cada una de las privadas… Ni eso: perfiles de calle a escala de souvenir, basta ver la miserable dimensión de las aceras para entender que las calles jamás fueron pensadas para el uso peatonal; el arroyo vehicular tampoco pudiera decirse que fue concebido para el uso compartido. Ni hablar del área central donde confluyen todas las rotondas: ya que se desecha la idea de la calle de conexión, al menos se pudo haber esperado un parque que diera unidad a un conjunto caracterizado por su fragmentación. Nada remotamente parecido: la profusión de rejas y muros deja en claro que en dicho lugar la única actividad interesante es la de ver automóviles dar vueltas en U o descubrir cadáveres y sustancias peligrosas arrojadas aprovechando las magníficas condiciones de desprotección que ofrece el entorno construido.
Paradojas urbanas, el modelo de cul-de-sac, extendido en la ciudad por sus supuestas virtudes en materia de seguridad, genera los espacios más peligrosos –adentro y afuera-que una urbe pueda concebir.

Los ojos de la calle

Patrón de crecimiento favorito de nuestros suburbios, el modelo de espina de pescado conclusters de vivienda a los lados lo que produce es calles estructurales  -las que dan acceso a las cerradas habitacionales- enmarcadas por altos muros, lo que las hace tremendamente poco atractivas, inseguras, y carentes de eso que damos en llamar vida de barrio y que se supone constituye el alma de nuestras ciudades.
La imagen captada por StreetView ahorra mayores descripciones (¿quién dice que Google Earth no hace fotoperiodismo?). Como muchos otros, un vecino de este fraccionamiento de Temixco, Morelos, quiso instalar una tiendita en su casa dentro de una privada. Como esa condición sólo le permitía tener como clientes potenciales a las aproximadamente 50 familias que habitan su cluster -mal negocio a todas luces-, decidió romper el muro que separaba su casa de la calle principal y ahí abrir una ventana a través de la cual ofrecer su mercadería, con lo cual su universo de clientes potenciales creció radicalmente. Lo interesante es que una decisión exclusivamente comercial tuvo positivos impactos en todo el barrio: desde el punto de vista de la seguridad, brindó vigilancia pasiva a un área que los altos muros convierten en tremendamente inhóspita, y proveyó un entorno donde desarrollar algo parecido a vida social. Coincidencia o no, es el único lugar en toda la foto donde se ve gente, la gran ausente del modelo de ciudad que hemos engendrado.
Las ventanas son los ojos de la calle. Los ciegos son las autoridades y desarrolladores que lo olvidaron.
Palabras al cierre
Fraccionamiento: qué palabra más aséptica para denominar lo que bien hecho debiera llamarse sencillamente barrio.

Pavimento sin pudor

Museo del pavimento en Mexicali, BC. Imagen: Google Earth
En las ciudades normales generalmente hay una relación directa entre densidad y superficie urbanizada destinada a vialidad. En otras palabras, mientras mayor es la densidad, mayor será el porcentaje del territorio destinado a pavimento de calles. El asunto es más o menos fácil de explicar si lo miramos de manera inversa: a medida que disminuye la densidad los lotes tienden a hacerse más grandes, con lo cual las calles se encuentran más espaciadas. Por otro lado, estas mismas calles suburbanas usualmente presentan anchos más bien modestos, puesto que están destinadas a servir pequeñas demandas de tráfico[1]. Eso es lo que sucede en el mundo más o menos normal. En México las cosas se dan más bien de una manera inversamente proporcional: aunque parezca increíble, la superficie destinada a vialidad aumenta a medida que la densidad disminuye.
Un estudio del Centro de Transporte Sustentable señaló que mientras en los centros históricos de las ciudades mexicanas (en teoría las áreas más densas) la superficie de calles alcanza a alrededor de un 20 por ciento del total del área urbanizada, en la periferia menos densa esta cifra se empina sobre el 30 por ciento, llegando en algunos casos a superar el 35 por ciento, tal como sucede en la imagen, una de las tramas viales más ineficientes de toda la historia y que se puede disfrutar en la ciudad de Mexicali (nótese la glorieta de retorno del extremo superior izquierdo, que por causas que desafían la razón humana no empalma con la calle que se encuentra a unos dos metros de distancia). Estamos hablando de un conjunto (la palabra barrio no corre) de vivienda económica, con una densidad que no supera las 40 viviendas por hectárea, y que sin embargo se da el lujo de destinar más de un tercio de su superficie para la circulación de automóviles que más de la mitad de las familias que viven en el sector no poseen. ¿Cuál es el problema? Ni uno, salvo que:
  • Todos los metros cúbicos de concreto derramado tienen un alto costo, y éste es absorbido ya sea por las viviendas, pequeñas y de mala calidad, o por el terreno, localizado en la periferia de la periferia urbana, único lugar donde éste es tan barato como para llegar al precio de venta de una vivienda económica.
  • La inmensa plancha de pavimento absorbe grandes cantidades de calor, problema no menor en ciudades en extremo cálidas como Mexicali (los fabricantes de equipos de aire acondicionado se frotan las manos al ver urbanizaciones así).
  • Grandes superficies viales son difíciles y caras de mantener y limpiar, sobre todo cuando surten a pocas viviendas que generan pocos o ni un recurso a los municipios donde se localizan.
  • En áreas cálidas como Mexicali lo ideal es contar con calles estrechas rodeadas de edificaciones en altura, cosa de generar corredores de viento y áreas de sombra. Las Leyes de Indias de 1583 preveían este sabio consejo, rápidamente olvidado en el urbanismo de mercado del que somos víctimas en nuestras periferias.
  • La calidad de la calle como espacio público se empobrece. Sus límites se difuminan, las perspectivas desaparecen, y en general los espacios que invitan a pasearla o detenerse en ella se hacen escasos, por no decir inexistentes.
No tiene nada de raro que la oferta de vivienda nueva para sectores de escasos recursos se localice exclusivamente en la periferia extrema de nuestras ciudades. Aunque no es la única razón, los estándares viales impuestos en las leyes y reglamentos estatales y municipales (altos en dimensión, bajos en calidad) están forzando en gran medida la expulsión de familias que bajo un enfoque distinto perfectamente tienen cabida en la ciudad interior. No se trata sólo de cambiar las normas urbanas (eso es lo más fácil), sino las mentes y miradas de quienes las crearon, personas que creen que la ciudad se genera a través de un manual de medidas, y que ni siquiera son capaces de velar por la calidad del mismo.
Palabras al cierre
Por lo común, con un 25 por ciento destinado a superficie vial basta y sobra.

[1] Por si hay alguna duda, recomiendo echar un vistazo a las cifras proporcionadas por un estudio de Meyer y Gómez-Ibáñez citado por Donald Shoup y Michael Manville en su más que recomendable artículo Parking, People, and Cities.

No es Photoshop, es Tlajomulco

Lo único que sabían era que el terreno se encontraba en el municipio de Tlajomulco de Zúñiga, al sur poniente de la zona metropolitana de Guadalajara. En el plano no había referencias a la ubicación de las calles, ni menos a lo que estaba construido alrededor. Tampoco se indicaba el Norte ni las curvas de nivel. El archivo de Autocad sólo contenía un polígono dentro del cual había que dibujar un determinado número de casas y áreas de donación. Ambos arquitectos nunca supieron que sus respectivos terrenos de trabajo estaban uno al lado del otro, y cuando llegó el momento de construir se dieron cuenta que, pese a colindar, ni las tramas, ni las calles, ni las redes de servicios que ellos habían diseñado tenían relación ni coincidían, y que difícilmente podrían hacerlo si no se hacían cambios mayores en ambos proyectos. Mucha complicación y esfuerzo para un problema que finalmente se podía solucionar construyendo un muro que dividiera a conjuntos (llamarlos barrios sería un despropósito) que desde su origen decidieron tener un futuro por separado, entre ellos y con el resto de la mal llamada ciudad que ellos estaban ayudando a construir.
Colin Rowe hablaba de la ciudad como un gran collage donde interactúan y se superponen fragmentos que responden a distintas maneras de entender y construir lo urbano. Bajo este predicamento, las buenas urbes no son aquéllas que conservan el mismo patrón físico a lo largo de los siglos (tienden a ser planas y aburridas), sino más bien las que saben unir fragmentos diversos creando un todo nuevo en el que las partes siguen conservando su riqueza particular. Collage no es lo mismo que una colección de parches: en el collage hay una idea organizadora, elementos de conexión y un partido general que da sentido y lugar a cada pedazo y lo relaciona con el total. En la ciudad de los parches –como Tlajomulco- la coherencia es un bien escaso, el diálogo entre las partes inexistente y el resultado final resulta siempre un misterio absoluto, propio de escenarios donde el todo es menos que la suma de las partes.
¿Cuál es el problema que ambos barrios no respondan a un plan común ni tengan un solo punto de encuentro? Ni uno, salvo que hacen ineficiente la trama vial, alargan los tiempos de traslado, favorecen el uso del automóvil y desincentivan los modos no motorizados, encarecen la provisión de infraestructura, hacen poco atractiva la instalación de comercio, favorecen la creación de guetos, generan calles y espacios públicos poco atrayentes para el uso de los vecinos, y crean espacios no vigilados, aptos para la acumulación de basura y comisión de delitos. Casi nada.
 “Bienvenidos a Real del Sol, el mejor concepto urbano”, reza el cartel a la entrada del conjunto de la izquierda. Las oficinas de publicidad poco saben de urbanismo, y con tal de vender una casa son capaces de decir cualquier cosa, como catalogar de concepto urbano a una estructura basada precisamente en la negación de la ciudad. Cuando uno cree que las cosas no se pueden hacer peor, ahí aparece Tlajomulco para establecer un nuevo estándar y de paso renovar su bien ganada fama.
Palabras al cierre
Cuando ven los postes y las antenas asomarse tras la barda, siempre piensan que el otro lado es el bueno.

20150311

Functionalism, yes, but.


La gran arquitectura funcionalista de principios de siglo fomentó la primacía del programa, la industrialización y los objetivos sociales. Pero la arquitectura funcionalista fue más simbólica que funcional. Fue simbólicamente funcional. Mas bien, representó la función que fue producto de esta. Mas que actuar funcionalmente, tuvo una apariencia funcional.
Esto estaba muy bien porque la arquitectura siempre ha sido simbólica y la creatividad de los arquitectos ha consistido más en adaptar símbolos conocidos que en inventar formas nuevas. Asimismo estaba bien el contenido de la arquitectura funcionalista , porque la función era un símbolo vital en el contexto cultural de la década de los veinte.
Pero el simbolismo de la arquitectura funcionalista no fue reconocido. Fue un simbolismo carente de símbolo: la imagen funcional de un edificio fue el resultado de la expresión automática y explícita del programa y la estructura. Al atribuir importancia primordial a la función en la arquitectura, los funcionalistas modificaron la definición vitruviana según la cual “arquitectura es comodidad solidez y belleza”. Se consideraba que las cualidades estéticas, rara vez mencionadas, provenían de la sencilla solución de las exigencias funcionales, nunca contradictorias del programa, la estructura y, en una etapa posterior, del equipo mecánico. Incluso el propio Louis Kahn cuando dice que un arquitecto queda sorprendido por la apariencia de un edificio tras haber resulto un diseño, podría ser entendido como un funcionalista determinista. En arquitectura el arte tenía que nacer de la expresión, de las formas funcionales originales, mas que del significado de unos símbolos decorativos familiares. Pero cuando los arquitectos degradaron el elemento estético en la triada vitruviana, reduciéndolo a un subproducto accidental, convirtieron su obra en frágiles tours de force edificados sobre inestables bases teóricas.
Los arquitectos funcionalistas rechazaron la pintoresca arquitectura Romántica, aunque adoptaron casi universalmente composiciones asimétricas para simbolizar sensibilidad en su programa funcional. Es innegable que estuvieron abiertos a las nuevas formas de vida y de trabajo, las cuales quedaron reflejadas en sus proyectos. Pero sus asimetrías simbólicas dieron lugar con el tiempo a los diseños generalizados y simétricos de Mies y Kahn, porque las formas de los edificios no podían ajustarse, como un guante en la mano, a los complejos, imprevisibles y a veces intangibles elementos de los programas realistas. Los arquitectos funcionalistas renunciaron al formalismo arquitectónico, aunque adoptaron el vocabulario de la arquitectura industrial vernácula, una gramática de formas y símbolos derivada de una era industrial idealizada. Esta adaptación no difería de la traducción renacentista que Bramante dio a los orígenes del clásico de la Edad de oro de Roma. Mies adoptó las formas de la industrialización más que las técnicas; Le Corbusier dominó las formas de un cubismo pictórico, y su construcción fue tan artesanal como industrial.
Los arquitectos funcionalistas denunciaron los estilos históricos eclécticos, aunque promovieron un estilo internacional. Y al renunciar a los vocabularios formales, cayeron en los peligros de un formalismo inconsciente.
Los arquitectos funcionalista condenaron el ornamento, sustituyéndolo por la articulación. En la última etapa de la arquitectura moderna, la articulación evolucionó hacia el exhibicionismo estructural y el expresionismo espacial. Cuando los arquitectos rechazaron el uso del ornamento, convirtieron todo el edificio en un adorno, ironía irresponsable de los funcionalistas.
Los arquitectos funcionalistas promovieron los objetos visionarios y reformistas para las viviendas masiva, a través de la planificación social y los procesos industriales, pero las formas expresivas de la vivienda socializada se han convertido en símbolos universales de la arquitectura colectiva y de lujo en playas de moda. La representación simbólica d elos objetivos no arquitectónicos del movimiento funcionalista pudo haber sido subvertida menos fácilmente de lo que fueron sus expresiones puras y abstractas.
Los arquitectos funcionalistas, en su búsqueda de una arquitectura pura y un espacio expresionista abstracto, olvidaron el contenido iconográfico de la arquitectura del cristianismo primitivo, de la bizantina y de la gótica. La pintura y la escultura en la arquitectura solo se toleraron como articulaciones abstractas al servicio del espacio. Hasta hace poco tiempo, estos arquitectos únicamente tuvieron noticias de la arquitectura “electrográfica” de los strips comerciales, al condenar su invasión urbana, calificándolos de “campos de chatarras dejados de la mano de Dios”, etcétera, los signos arquitectónicos eran tan malos como la decoración arquitectónica. El lenguaje comercial como fuente vital para la arquitectura hoy sorprende a nuestros funcionalistas tradicionales, del mismo modo que el lenguaje industrial chocó a los Academicistas de cincuenta años atrás. Pero tanto los instructivos mosaicos y frescos, y los relieves escultóricos que constituían la Bellas Artes del pasado, como los persuasivos anuncios comerciales que son un arte popular de nuestros tiempos, aportan, cada uno por su lado, dimensiones esenciales a la arquitectura.
La gran arquitectura puede estar basada en teorías erróneas: quizás sucedió así en el renacimiento. Pero creemos que el irónico deterioro del Período Heroico del Movimiento Moderno y la persistente esterilidad de sus manifestaciones actuales revelan el concepto falso que ciertos arquitectos tienen de la inevitabilidad e inherencia tanto del simbolismo y la ornamentación, como de la función en arquitectura.
Hoy ya no definimos la casa como una máquina para vivir, sino que podemos definir la arquitectura como un refugio decorado.


VENTURI, Robert, SCOTT BROWN, Denise. (1974)

“Functionalism, yes but...” , en Colección Summarios , año 2, No 16, Buenos Aires, 1978. P4.